Me partí el cuerpo en varios trozos. Dolió mucho. No entendí por qué pasó, pero pasó. Me quitaron algo que siempre quise desde muy pequeño. No se dieron cuenta, y creo que todavía tampoco se han enterado de ello. Pero está ahí, latente.
Dicen que los volcanes cuando terminan de lanzar su sangre quedan huecos. O, al menos, eso se cree. Pero las venas, mis venas, esconden piedras que obstruyen el camino.
Cuando cogí el hilo y la aguja para unir mi cuerpo roto, ambos penetraron muy lentamente para que la carne sangrante no me hiciera más daño. A penas sentí dolor. Solo frío. Y debajo de la piel, no había nada blanco, todo era negro. El hilo fino surcó las dunas de mi cuerpo agarrando y uniendo los mares que Moisés separó. La punta es la única que, verdaderamente, conoció quién soy.
Siempre que cojo un hilo y una aguja me ayudan a recordar que yo también sufro, y que los cortes son parte de mi devenir. Esos trozos unidos conforman lo que soy, pero separados no son más que polvo. Un polvo que no ocupa espacio y no alberga ni un simple recuerdo.
Si la muerte al final depara una eternidad en calma, entonces qué justicia hay en el sufrimiento terrenal de la vida. No apresuro a decaer, pero las preguntas rondan constantes, como un águila acechando a su presa. Porque ¿cómo puede ser que la enseñanza de algo más elevado sea un camino de tortura? ¿qué sentido tiene?
Desde que nacemos, acudimos al mundo llorando. Quizás sean lágrimas derramadas por llegar a un lugar que alberga una luz postiza. Y, éstas, nos acogen de vez en cuando más adelante para volver a recordarnos en qué lugar estamos.
Deseos impregnados de superación por algo que no tiene sentido campan a mi costa en este mundo que navega sin rumbo en el universo. Ocupo espacios indelebles que no indican nada más que arrogancia y prepotencia mundana. Alcanzo el deseo de ser mejor que el otro, y, en realidad, ese otro es como yo. ¿Para qué? Mejor dicho, ¿por qué?
He quiero ser rey de una tierra, cuando la tierra es la Reina de todo. Ahora sé que ella es cruel, que no atiende a mis súplicas, y el amor y la pena no son constantes en su sentido. Arrampla con el deseo de lo humano sin preguntar. Y eso debilita, me debilita.
Las campanas del abismo suenan más fuertes cuando llueve. Ahora son las lágrimas de la tierra las que me inundan y pesan sobre mí. La pisada que acompaña al féretro es el único tono de esta melodía sin música. Observo como se ocultan los cuerpos bajo la oscuridad, esperando a ser devorados por la misma Reina. Y no hay consuelo. Solo silencio, mientras las gotas caen sobre mí, una, y otra, y otra vez… Me siguen pesando.
Mis sombras me persiguen en este mar de olas. Me susurran cantos que no conocen la esperanza y me atesoran de cierta amargura mis días. ¿Cuánto, de verdad, durará esta tortura?
El pico de la montaña queda lejos todavía. Y cuántas veces tendré que pedirle al cielo que me deje desplegar mis alas. Están ahí, esperando, para salir presas de la tiranía, pero las sombras no les dejan. Y, a mí, me hacen daño en la carne.
Sin embargo, no puedo acudir a la eternidad todavía, porque sigo vivo. El alma es tentadora de ilusiones y es capaz de llevarnos a otros espacios y otros mundos, pero solo tenemos esto. Por eso fundo otra vez mi carne en una sola, esa que alberga las verdaderas letras que me merezco.
Desde que vine aquí, supe que solo necesitaría un hilo y una aguja. Ahora el destino me da la razón. Con ellos he aprendido que, a pesar de estar roto, las heridas no se ven. Y, aunque existan, han sanado.
El hilo y la aguja son los que me han llevado al lugar donde las lágrimas limpian y donde las campanas suenan en el paraíso. Ahora sé que, en realidad, esas sombras son las luces que no vemos…
… ¿verdad?, Princesa de la Luna.