Era una de esas noches en las que mi padre se ponía inventivo y decidía alterar la rutina de los demás al antojo de su aburrimiento. Yo tenía nueve años, no recuerdo muy bien el mes, pero creo que era un mes oscuro. Y no es que luzca más atractivo un paisaje invernal para la historia acontecida, es que, teniendo esa edad, y viviendo en una urbanización instalada en una colina, todo toma un cariz más inquietante.
Después de cenar, en mi casa, teníamos la costumbre de leer. No era una elección… cenar, leer, dormir. Corría el año 2001 y, en aquella época, si tu padre te decía “el que no tiene hábito de leer, se convierte en un ignorante”, tú te lo creías. En mi casa le teníamos verdadero pavor a la ignorancia.
Ahora, con treinta años, he podido descubrir que justo aquello que más temíamos era también aquello de lo que más pecábamos y que hay muchas formas de convertirse en un ignorante. Pero para una niña de nueve años la palabra de su padre es la ley y yo me fui esa noche cualquiera a la cama a devorar el libro que decoraba mi mesilla.
El libro en cuestión era Mini va al colegio de Christine Nöstlinger. Trataba sobre una chica pelirroja, alta y muy delgada que estaba llena de complejos y le daba miedo lo que dijeran de ella en el colegio. Sencillo y digerible para mi sensibilidad en aquel momento. Recuerdo vagamente que yo me divertía con él, y eso que era la tercera o cuarta vez que lo leía.
Mi padre vino a mi habitación para ver qué estaba leyendo. Esos momentos azarosos, en los que mi padre entraba en mi habitación para ver qué estaba haciendo, podrían haber nacido de una obra cualquiera de Miguel Mihura. Yo no lo sabía por aquel entonces, pero todas esas visitas acababan convirtiéndose en una especie de alteración espacio temporal, convirtiendo un jueves en una narrativa absurda.
– ¿Ese libro otra vez? – me lo quitó de las manos y se fue.
Yo me quedé bloqueada unos segundos y después esperé a ver cómo continuaba el show. Tras veinte minutos, y varias visitas a la cocina donde escuchaba a mi madre decir “ese no”, “ese tampoco” y -la más sonada- “Paco, ¿Cómo le vas a dar ese?”, mi padre regresó con un libro en la mano, me lo dio y me dijo muy serio: “deja de leer esas tonterías y léete esto“. El libro que tenía entre mis manos era nada más y nada menos que Diez Negritos, de Agatha Christie. No leí la sinopsis porque mi madre me instó a empezarlo directamente. Me dijo que todo lo que pudieran contarme de Agatha Christie antes de leerla, la desmerecería.
Antes de empezar cualquier libro, tenía una especie de ritual: solía juguetear con las páginas al azar. Era algo divertido para mí, como una ruleta rusa literaria. Cogía el libro, cerraba los ojos, lo abría por una página cualquiera y la primera frase ya estaba leída. A veces tocaba una página insustancial; otras, mis ojos se clavaban en la frase más importante.
La adrenalina que se liberaba en mi cuerpo, momentos antes de que mi dedo parase, formaba parte de la experiencia. Decidí seguir mi tradición y cuando mi dedo paró, mis ojos clavaron la vista en una página que aparentemente no contenía nada interesante. Y adelanté unas cuantas, porque el que hizo la ley, hizo la trampa. Entonces llegué a ella:
Diez negritos se fueron a cenar;
uno se asfixió y quedaron nueve.
Nueve negritos estuvieron despiertos hasta muy tarde;
uno se quedó dormido y entonces quedaron ocho.
Ocho negritos viajaron por Devon;
uno dijo que se quedaría allí y quedaron siete.
Siete negritos cortaron leña;
uno se cortó en dos y quedaron seis.
Seis negritos jugaron con una colmena;
una abeja picó a uno de ellos y quedaron cinco.
Cinco negritos estudiaron Derecho;
uno se hizo magistrado y quedaron cuatro.
Cuatro negritos fueron al mar;
un arenque rojo se tragó a uno y quedaron tres.
Tres negritos pasearon por el zoo;
un gran oso atacó a uno y quedaron dos.
Dos negritos se sentaron al sol;
uno de ellos se tostó y solo quedó uno.
Un negrito quedó solo;
se ahorcó y no quedó ninguno.
En ese momento, recuerdo que un nuevo tipo de terror me invadió. En mi cabeza, a la par que leía la canción, la complementaba con la típica melodía de canción infantil y, a medida que iba cantándola, la angustia se apoderaba más de mí.
Cerré el libro de inmediato y fui a la cocina. Allí estaban ellos, tranquilos, cenando, como si les resultará algo ajeno que un poema pudiera asustar a una niña de nueve años, por el simple hecho de que en cada estrofa muriese un personaje.
– Dime que no mueren todos o no me lo leo.
– No mueren todos. Sólo mueren nueve.
Mi padre por lo menos lo intentó. Ahora que lo pienso, yo siempre quería ir por delante del final de la historia y, en esa ocasión, estaba frustrada porque me había asustado de una forma diferente. La oscuridad no me daba miedo, me movía mejor en ella. Tampoco los fantasmas, ni los ruidos extraños de la naturaleza profunda.
A mí me aterraba la crueldad, el egoísmo consentido, la oscuridad de morir matando, de despreciar por gusto… la ignorancia. Me habían enseñado que el verdadero miedo se le debía tener a los vivos, no a los muertos. Y la Dama del crimen acababa de invitarme a unas vacaciones en una exótica isla con diez personas y muchas preguntas. Me sumergí en la historia desde la primera página y no perdí el tiempo en especular quién podría ser el asesino.
Nadie lo sabía, pero con siete años me inundó la curiosidad por leer el libro más gordo de la estantería, y escondí debajo de la cama Insomnia de Stephen King. Tardé mucho tiempo en leerlo, y, más aún, en comprender su mensaje. Pero cuando lo terminé me convertí en una saqueadora literaria.
Para cuando Agatha llegó a mi vida, yo ya había leído El Misterio de Salem´s Lot, Cementerio de Animales y La Larga Mancha. También había Devorado otros hitos como Contagio, Coma y Como si fuera Dios, de Robin Cook. Ni el manto sobrenatural y lúgubre en el que te envuelve King ni la crudeza con la que te abofetea Cook, habían sido comparables a la inquietud que había sentido al leer esa canción de cuna.
Cuando Anthony Marston cayó muerto en el salón delante de todos fui consciente de que la canción se estaba cantando sola. Todo iba a llenarse de culpa, remordimiento y desconfianza, y llegaría un punto donde la codicia por sobrevivir acabaría por abrir la puerta a la locura. Pero no podía dejar de leer. Estaba atrapada en una telaraña de precioso terror psicológico. Pensé que alguien los salvaría de ese infierno porque, para mí, ninguno de ellos merecía morir. La señora Rogers, El General MacArthur, el señor Rogers, Miss Brent, el juez Wargrave, el Dr. Armstrong, Henry Blore, Philiph Lombard y Vera Claythorne. Todos murieron justo como decía en la canción. Pero, después de un viaje de dos noches amedrentada por una narrativa embaucadora, unos diálogos que no daban tregua y una tensión asfixiante, creí haber dado con el asesino acusando al pobre Philiph Lombard.
Había caído en la trampa y me negaba a creer que la última que quedaba fuera la autora de toda esa barbarie. Quizá fue el personaje con el que más conexión tuve. Cuando el epílogo del libro consiguió ridiculizar cualquier teoría, el libro ya se había acabado y todos habían muerto.
Ahora que lo pienso bien, siempre necesité un salvador. No estaba preparada para que los “malos” ganasen. Han pasado veintiún años y todavía me descubro viendo una película de Sam Raimi esperando que algo mejore al final. Es como una pulsión de esa niña que espera que -al menos uno- pueda escapar.
Dejé el libro en la estantería y cogí mi siguiente presa, Los Relojes. Yo todavía no lo sabía, pero la Dama del Crimen iba a presentarme a un carismático detective llamado Hercules Poirot, que, al igual que yo, tampoco estaba preparado para que los malos ganasen. Nunca olvidaré esa canción de cuna, ni el escalofrío que todavía me recorre el cuerpo cuando la leo.
Porque Diez Negritos fue mi primer contacto con el infierno de la culpa, con las mentiras y, sobre todo, con la hábil facilidad con la que ella te obliga a mirar a todos lados; inoculando la sospecha y llevándote a las múltiples posibilidades en las que un ser humano elige enterrar, antes que ser enterrado.
No recuerdo ( o porque han pasado muchas más cosas o, simplemente, por el tiempo vivido, casi 65 años después de los 9 ) ni tengo idea de cómo pensaba o sentía a esa edad. Leer, algo leía: Emilio Salgari y sus tarzanes (creo) y piratas portugueses y asiáticos y Las aventuras de Guillermo que sin parar en pensar, se divertía y nos divertía.
Nada tan serio como las aventuras de Ágatha, de la que después descubrí que siempre hacía trampas porque sacaba algún dato que el lector ignoraba…por culpa de la escritora, que lo ocultaba deliberadamente.
Disfrutar y crecer leyendo. Una aventura sin final. Hasta el final.
Ahora, la cultura y el conocimiento. A estas alturas. No hay miedos ya. Se disfruta sin agobios. Sofá en la habitación calentitas. Perro. Cama calentitas. Hasta el final también.