Hacia la Luz

Unos días después de mi vigésimo cuarto cumpleaños, reviso el cuaderno de notas, tras regresar a la rutina. Está cargado de dibujos y de pequeños fragmentos que he escrito durante mis vacaciones en tierras nórdicas. Ha sido un viaje maravilloso repleto de paisajes mágicos, de personas encantadoras y, sobre todo, del gozo de la mejor compañía que uno puede tener.

Si le soy sincero, todavía perdura ese sentimiento de melancolía que me inspiran los días de ayer, mientras se alejan, cada vez más, por el incesante paso del tiempo. Ahora escribo este relato, recordando el hermoso valle de Eidsdal. Panorámica de la que estoy seguro, querido lector, que sería de su agrado. Y, cómo no, también, le hubiese servido como fuente de inspiración a mi querido escritor J. R. R. Tolkien, fiel compañero allí donde voy.

De todo lo vivido, recuerdo especialmente el día de nuestra travesía a la montaña conocida como Blåhornet. Un camino hacia la luz, que me gustaría compartir con usted.

Partimos por la tarde cargados con nuestros pertrechos para ver lo que nos esperaba en lo alto. El sendero era largo y estaba arrebatado de barrizales, de musgos húmedos y de rocas escarpadas. Pero, a pesar de todo, existía belleza en todo aquello.

Fotografía del Lago Kilstivatnet, Noruega.

Un lago, fue nuestra primera parada. No pudimos dejar de contemplar las aguas calmadas y las nubes que navegaban en los altos picos de las montañas. Allí arriba, a uno de ellos, nos dirigíamos. Todo a nuestro alrededor era enigmático. Nos convertimos en meras hormigas, ante el inmenso paisaje, que, inmediatamente, unió nuestro espíritu con el de la naturaleza y el animal.

A mitad del camino, nos adentramos en un bosque. Algunos troncos estaban arrancados, obra de la hermosa, pero devastadora naturaleza. Supusimos que fue por los duros temporales que, durante el invierno, eran los encargados de ocasionar desplazamientos en la tierra.

Más arriba, una empinada pendiente y un terreno escarpado, complicó nuestra travesía. El cansancio aumentó nuestro desánimo. Y la mente, esa que, a veces, preocupa el sendero por el que caminamos, hizo que decayeran nuestras fuerzas. Ninguno de nosotros mencionó una sola palabra. Y el silencio se apoderó de nosotros, mezclado por un continuo jadeo que nacía desde lo más profundo de nuestras gargantas.

Tras unos instantes, se oyeron las primeras voces. ¡Se nos va a hacer de noche! ¡Deberíamos dar la vuelta! ¡Hay demasiada pendiente! ¡Es peligroso!

Sin embargo, uno de nosotros continuó hasta una pequeña roca que despejaba la vista de aquella masa informe de verde. ¡Allí! ¡Arriba! ¡Se ve la cima!

Según la Mitología Nórdica, Odín, el dios mayor, tenía dos cuervos llamados Huginn y Muninn – Pensamiento y Memoria – que volaban alrededor del mundo trayéndole nuevas de todo lo que sucedía.

Un cuervo apareció, aguardando en lo alto, mientras dibujaba círculos desordenados sobre nuestras cabezas. No sabíamos si se trataba de Huginn o de Muninn. Tan solo oímos su graznido, que se mezclaba con la bella melodía del viento y de las hojas.

Entonces, un profundo escalofrío se extendió poco a poco por todo mi cuerpo. Respiré hondo, tranquilo, relajado. Aquella criatura había resucitado a los viejos dioses Nórdicos de las páginas de las Eddas Mayores y Menores. Odín estaba con nosotros, y Freya, y Thor, y Loki, y Heimdal, y Hela, y Tyr… y todos aquellos Einherjar valientes que, antaño, fueron llevados por las Valkirias a los atrios del Valhala. En ese instante, mi imaginación, el deseo de no decaer y la eterna curiosidad, fueron los encargados de preservar la confianza para alcanzar, orgulloso, la cima de la montaña.

Aunque cansados, continuamos prestos y resguardados por la esperanza. Esa que es capaz de ir contracorriente. La que nos hace avanzar tras la caída y nos ayuda a renacer cuando las tinieblas asolan la luz de este mundo.

Pero la luz alcanza límties insospechados. Precisamente, es adonde nos dirigimos aquel día. Y, una vez allí, en lo alto, todo se tornó en un claro de flores blancas. El sol se vislumbraba reluciente ante un cielo morado y azul. Las montañas se bañaban de un verde brillante. Y el agua, cristalina y cómoda, conducía sus leves olas hasta la orilla.

Nuestras miradas, observaban el paisaje desde lo alto, con un tinte de ilusión, mientras las lágrimas eran contenidas en nuestros rostros. Solo respirábamos aliviados, guardando ese bello recuerdo en lo más profundo de nuestro ser. El eterno abrazo fue la muestra de lo conseguido, situando nuestras metas en lugares a los que jamas habíamos llegado. Y, entonces, supimos que la fe, el valor y la esperanza, fueron los mejores aliados para llevarnos hacia la luz.

Momento exacto de nuestra llegada a la Cima del Monte Blåhornet, Noruega.

No sé si mereció la pena, pero no me arrepiento de ello. Y, ahora, sé que, de esta historia que yo escribo, de esta historia que yo vivo, aguardo, sereno y esperanzado, el final de mis días en este mundo y el inicio de mi eternidad en los cielos.

Gracias a Dios, a mi hermano Jaime, y a mi querido amigo Alejandro, por acompañarme en esta maravillosa aventura.

Siempre he tenido muy presente que la vida es una suma de tres grandes principios que, al igual que Platón, representan la fuente de creación más grande de la humanidad: la pasión, el deseo y el alma. Todo lo que se hace y se dice en el arte es un reflejo claro, extenso y único sobre lo que fuimos, somos y seremos.

3 thoughts on “Hacia la Luz”

  1. Auténtica belleza en la narración de una gran etapa en vuestro viaje.
    “No sé si mereció la pena, pero no me arrepiento de ello”
    Gracias.

  2. Lo Compartido siempre merece la pena más si se realiza desde el corazón ,sentimiento y alma.
    Por muchos momentos más gracias a los tres AMIGOS por esa LUZ.

  3. Todo camino hacia la luz se hace más llevadero si, además de llevar fe, valor y esperanza en el zurrón, permites la compañía de gente que merece la pena y comparte tus mismos anhelos. Así, es más fácil llegar a la cima, a la meta, al objeto de tu deseo.

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