Historias de la Antigua Roma V: Roma está hecha de nosotros

Roma. Año 26 a.c

El eco de la Pax Romana resonaba en cada rincón del Imperio, como un susurro de victoria que callaba las voces de un pasado turbulento. La Roma de Augusto, tras años de guerras y divisiones, parecía al fin hallar un camino hacia la estabilidad, un camino que se forjaba en el calor del mármol, en el temple de las esculturas que adornaban sus foros y palacios.

En esa misma Roma, Lucio Domicio, escultor de la corte imperial, se hallaba ante su más desafiante obra: una estatua del propio emperador, un rostro de Augusto cuya mano había detenido la sangría que manchaba los campos romanos. A lo lejos, en el taller donde el sol apenas lograba filtrar sus rayos, Lucio se enfrentaba no solo al reto de esculpir, sino a la quietud de su propia alma. La estatua debía ser perfecta, como la Roma que se alzaba ante él, y, sin embargo, la perfección era un concepto ajeno a su corazón. El mármol, en su dureza, parecía resistirse a la gloria que se le pedía reflejar, un sueño que él temía admirar. La paz. ¿Realmente había llegado? ¿O era solo el reflejo de una Roma que había aprendido a callar su dolor y a ocultar sus cicatrices bajo una capa de mármol brillante?

Era el tercer mes de trabajo, y el bloque de mármol parecía desafiarlo. Cada golpe del cincel parecía insuficiente, como si algo, tal vez lo más esencial de la obra, aún estuviera ausente. Cuando la puerta del taller se abrió, el sonido del viento que se colaba por la rendija rompió el silencio. Vibia, su esposa, entró con paso sereno, como si fuera la única capaz de llenar ese vacío de dudas que había quedado suspendido en el aire.

—¿Todavía luchas con ello? —, dijo con voz suave, como si ya supiera la respuesta. Sabía que Lucio no encontraba paz ni en su obra, ni en la ciudad que le había dado su nombre, ni en el propio Imperio.

Lucio no levantaba la vista del bloque de mármol. Sus manos, que ya conocían la textura rugosa y fría de la piedra, parecían rendidas, incapaces de revelar el rostro que aún vagaba en su mente. El cincel caía con pesadez sobre el mármol, cada golpe un eco de frustración. A sus espaldas, Vibia observaba, callada, la escena con una mezcla de tristeza y comprensión. La sombra del cansancio, no solo físico, sino también emocional, parecía envolver a su marido.

—Lucio… —susurró ella al fin, cruzando la estancia con pasos leves, como si temiera romper el hechizo de la quietud. Él levantó la vista, sus ojos opacos reflejaban una tormenta interna, y un suspiro escapó de sus labios antes de que pudiera contestar.

—Es inútil, Vibia. No puedo… —dijo, y la desesperación teñía su voz, como si las palabras mismas fueran un peso que no lograba cargar—. No hay forma de captar lo que se pide de mí. Roma… Roma… ¿Qué hemos hecho realmente? ¿Qué he hecho yo para dar forma a esta paz de mentira?

Lucio dejó escapar un suspiro agudo, casi una exhalación entrecortada, que llenó el taller con la cruda honestidad de su agonía.

—¡La muerte! ¡Eso es lo que hemos hecho! Hemos matado tanto, y ahora nos piden construir una paz sobre los cadáveres de nuestros propios sueños, sobre la destrucción que hemos dejado atrás. ¡Roma!

Su voz se quebró mientras su mirada se incendiaba, como si algo estuviera rompiendo dentro de él.

—Cada rincón de esta ciudad, cada mármol que toco, huele a muerte, a sacrificio, a todo lo que hemos perdido en el nombre de la gloria. Los que caen en las guerras, los que lloran en las esquinas, los que nunca verán este Imperio. Todo lo que hemos hecho ha sido a costa de vidas rotas, de corazones que no sienten la paz, sino el peso de la historia.

Su respiración se volvió agitada, como si las palabras mismas fueran cuchillos que rasgaban su alma.

Vibia se acercó lentamente, y sin decir una palabra, le tocó el hombro con suavidad. El roce de su mano, cálido y firme, le trajo una sensación de consuelo que Lucio no esperaba. Se quedó inmóvil, mirando el trozo de mármol que, en su mente, seguía resistiéndose a revelar su secreto. Vibia calló durante unos instantes, mientras fijaba su mirada en él. Los segundos se alargaron. Ella, al fin, rompió el silencio.

Augusto de Prima Porta es una estatua de mármol que representa al emperador romano Cayo Octavio Augusto

—Y aquí estoy yo, tratando de esculpir el rostro de un emperador, el rostro de una Roma que se dice victoriosa, pero que no es más que un reflejo vacío de lo que hemos sacrificado. ¡Todo es una mentira! ¿Qué paz hay en esto, Vibia? ¿Qué paz se puede encontrar entre tanto dolor, entre tanto silencio forzado? ¡Es como si el propio mármol me gritara que no puedo hacerlo, que no soy digno de intentar dar forma a algo que ni yo mismo puedo comprender! ¿Acaso Roma cabe en este mármol muerto, que no habla ni siente…?

—Cuando te vi por primera vez, Lucio, no eras un escultor de renombre ni un hombre que conociera las certezas de la vida. Éramos solo dos jóvenes, uno con una idea y el otro con una pasión —sus ojos se llenaron de un brillo nostálgico—. ¿Recuerdas la promesa que te hice, cuando te miré y te dije que Roma, más allá de sus grandes monumentos, era nuestra para construir? Yo creí en ti entonces, y sigo creyendo en ti ahora. Y ahora —continuó ella—, en tu mano, en tu cincel, Roma no está perdida. Roma no es solo el reflejo de un emperador, Lucio. Hemos logrado lo que muchos jamás imaginaron. Hemos construido un futuro en el que nuestros hijos, en el que nuestra familia, florecerán, y todo eso gracias a ti.

Lucio guardó silencio. ¿Cómo podía ella ver lo que él mismo había perdido de vista? El orgullo de ser romano, la herencia que los había formado, el propósito de una ciudad que, a pesar de su opresión y sus sombras, le ofrecía una vida digna, un trabajo, una familia.

Vibia, al ver la lucha en sus ojos, añadió con suavidad:

—Y nuestros hijos… en su futuro, verán tu obra, la obra de todos, y sabrán que Roma, a pesar de todo, ha hecho posible lo imposible: la paz y la vida.

Entonces, en el profundo silencio que envolvía su taller, Vibia añadió.

—Pronto, Lucio… seremos tres.

La luz que se filtraba a través de la ventana iluminaba los rostros de Lucio y Vibia. El cincel descansaba entre sus dedos, frío, como si el contacto con la piedra lo hubiera dejado vacío. Y, sin embargo, la figura del emperador seguía estando allí, esperando ser liberada, pero resistiéndose con fuerza.

—¿Tres? —preguntó Lucio, su voz rasgada, como si le hubiera costado procesar lo que ella acababa de decir. El tiempo pareció ralentizarse, el eco de su pregunta flotó en el aire, y por un momento, incluso el susurro del viento que entraba por la ventana se apagó.

Vibia, sonrió con una dulzura que solo ella podía mostrar en esos momentos. Se acercó, con pasos leves, y tocó su rostro, como si al hacerlo pudiera borrar de su mente todas las dudas que lo atormentaban.

—Sí, Lucio… seremos tres —repitió, ahora con más firmeza, y su mirada se suavizó al ver la incertidumbre de él. Alzó su mano, acariciando suavemente la piel de Lucio cálida al tacto. — Lo supe hace días, pero… ahora es el momento. Nuestro futuro, Lucio, será aún más grande de lo que imaginas.

Las palabras de Vibia rompieron la espiral de oscuridad en la que él había caído. Lucio, de pie frente al mármol, sintió que la revelación lo golpeaba con fuerza, como un torrente que arrastra todo a su paso. La paz que él había estado buscando en su obra, en la ciudad, en la Roma que tanto admiraba, se fundía en algo más profundo. Algo que no se podía esculpir, pero que estaba ahí, ante él, tangible. El latido del futuro, el futuro de su familia.

La realidad lo envolvía, y por primera vez en mucho tiempo, Lucio dejó caer el cincel. Y abrazó a su mujer. Vibia, al percatarse de la expresión de su marido, susurró, con un toque de dulzura y sabiduría.

—Roma, Lucio… no está hecha solo de mármol. También está hecha de nosotros. Y nosotros… somos Roma.

Ignacio Eufemio Caballero Álvarez

Ignacio Eufemio Caballero Álvarez

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Siempre he tenido muy presente que la vida es una suma de tres grandes principios que, al igual que Platón, representan la fuente de creación más grande de la humanidad: la pasión, el deseo y el alma. Todo lo que se hace y se dice en el arte es un reflejo claro, extenso y único sobre lo que fuimos, somos y seremos.

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