Lleva la corona aquel a quien Roma ama
Roma, 71 d.C.
A la caída de la tarde le acompañaron los recuerdos de una vida entera, y Vespasiano dudó por un momento de si aún conservaba el sentido común. Recordó cómo, siendo un joven que apenas había entrado en la veintena, se erigió como encargado de la limpieza de las calles de Roma, y en una de esas, Calígula, el emperador de aquel entonces, lo mandó llamar para arrojarle la basura encima, como pretexto por no hacer bien su trabajo.
Años después, Vespasiano recordaba esa anécdota como una lección, e incluso como una señal de algo más.
—Del barro a la gloria —susurró.
Su vigencia como emperador estaba llegando a su fin; él lo sabía. Donde encontró miseria, dejó abundancia; donde el sol alumbraba un imperio cansado y envuelto en el caos, él asentó la paz. Flavio Tito Vespasiano se supo nadie, y habiendo sido muy consciente de que todo tenía un precio, él tuvo que pagarlo con una vida de trabajo y esfuerzo. Quizá, por un segundo, se regocijó demasiado en su buen hacer y contempló la marcha del sol, dándose un instante de paz antes de la tormenta.
Cuando la tenue luz del anochecer envolvió la sala, se hizo presente su dilema y regresó a la realidad. ¿Había sido tan buen padre como creía haber sido como gobernante? Sin dudar demasiado, concluyó que cualquier empresa resultaba ligera si se comparaba con dar a los hijos justicia y suficiente atención. Y entonces, casi sin querer, le invadió una emoción foránea al recordar a su hijo mayor, Tito. Se sintió embriagado al pensar en su primogénito: ya se había convertido en un hombre. Y en su alma albergaba tanta bondad que a Vespasiano se le hacía difícil creer que fuera hijo suyo, y no hubiera sido traído por alguna deidad para enmendar los agravios de una tierra como Roma.
Tito era disciplinado, cauteloso y sereno. Siempre dispuesto a procurar el bien de otros, incluso cuando esos otros anteponían sus intereses al del emperador. Vespasiano sintió un atisbo de protección que emanaba desde lo más profundo de su ser hacia el recuerdo de su hijo mayor. ¿Sería Tito el hombre que haría entrar en razón a Roma? ¿Estaría expuesto a traiciones y desprestigios por parte del Senado? Si su hijo protegía al pueblo de la codicia y la corrupción con su alma pura, ¿Quién lo protegería a él?
Y casi de forma abrupta, el sentimiento de protección de Vespasiano se tornó inquietud al recordar a la única persona que podría proteger al emperador de todos los males. Cuando pensaba en Domiciano, su segundo hijo, le invadían presentimientos oscuros. Como si de la noche y el día se tratase, Domiciano era tan diferente a su hermano mayor, que parecía haber salido de las entrañas de las impurezas más turbias del pueblo.
Domiciano sí estaría a salvo de todo mal si era nombrado emperador. Pero, a diferencia de su otro hijo, Vespasiano se preguntó:
—¿Quién protegería entonces a Roma?

Los amaba a los dos de maneras diferentes. Pero igual que le concedía ternura a su hijo mayor, le tenía una curiosa admiración a su hijo pequeño. Él mismo no era un hombre tan inteligente como algunos habían supuesto. Todo lo que hubo de conseguir fue a base de esfuerzo y perseverancia y jamás usó la mezquindad para conseguir sus objetivos. Esfuerzo, perseverancia y la audacia justa para aprovechar la oportunidad que le pasaba por delante. Domiciano, sin embargo, había demostrado tener una inteligencia muy particular. Se trataba de un joven creativo, ávido y desconfiado: del Senado y de las intenciones de todo aquel que le rodeaba. Era, a veces, tan reservado, que podías sentir una desconfianza casi innata en sus intenciones. Qué poco acertado era decir que ambos hijos merecían, de la misma manera, el amor de su padre. Tito, siempre dispuesto a sacar la mejor versión de sí para educar y gobernar; y Domiciano, dejándose llevar a menudo por la codicia y la temeridad para conseguir lo que quería.
La tarde había caído por fin. Vespasiano se sentía dividido y cansado, y con poca gana de profundizar. Puede que, en el fondo de su corazón, existiera el paisaje de un imperio regido por Domiciano, al que obedecerían y temerían por partes iguales. Justo, pero estricto. Sin embargo, la marcha del sol le hizo tener aún más clara la visión de cuál había sido su propósito durante toda su vida: un imperio de luz, de abundancia y humanidad. ¿Era un necio con sueños de niño, o era eso lo que Roma merecía?
Y, casi como última voluntad del día, tomó la decisión que tantos quebraderos de cabeza le había supuesto.
—Espero que sepas perdonarme, hijo —susurró en voz alta—. Voy a dejar a un hombre con el corazón pleno a la cabeza de un pueblo distraído de perfección. No podré protegerte de tu propia inocencia, y habrá mordidas de serpientes donde tú creas ver roces de suaves flores. Tú eres un hombre hecho, como todos los que han comandado ejércitos, como todos los que alguna vez creímos que la guerra era más noble que la política. Pero tengo esperanza para este lugar, y tengo fe en ti. Serás un gran emperador, y solo puedo prometerte que te habrán de recordar, no por tus pretensiones, sino por tu capacidad de ser misericorde con todos los que convierten este imperio en un nido de salvajismo y decepción. Perdóname, Tito, porque no podré acompañarte, y tampoco protegerte de tu ingenuidad. Pero tú serás mi sucesor, porque yo no soy quien para robarle a Roma la fortuna de tu existencia. Cuídate, y recuerda que nosotros no somos dioses, solo somos hombres que deben hacerlo bien cada día.
Recuperó el sentido y se juzgó como un loco que hablaba solo en una estancia casi oscura. Quizá sí lo era, pero ahora sabía que no faltaba verdad en sus palabras. Le daría a Roma a su mejor sucesor, o al menos al más puro, y sería entonces ella quien tuviera que decidir si se vestía con luces de prosperidad o se manchaba con el barro del hedonismo y los pecados.
“Trado vobis optimum filium meum: amate eum velut vestrum, aut di vos absentiā eius in tyrannidem addicant.”
(Os entrego a mi mejor hijo, amadlo como vuestro o que os condenen los dioses a la tiranía de su ausencia.)
Y la oscuridad sumergió la figura de Vespasiano que vio cómo perdía a su mejor hombre en favor de un imperio para, una vez más, hacer luz de Roma.