Historias de la Antigua Roma IV: Elecciones

Roma. Año 38 a.C.

El sol de la mañana comenzaba a proyectar sus rayos sobre las insulae del modesto barrio de la Subura. Un barrio peligroso para algunos, pero oculto para los prejuiciosos ojos de los senadores que debían reunirse en la presente jornada senatorial. En el tercer piso de la insulae yacen dos figuras que se acarician con suavidad en un humilde lecho. La brisa de la mañana purificaba el ambiente cargado de la noche anterior, y refrescaba a los amantes que no se habían entregado a los brazos de Morfeo más que durante unos breves momentos nocturnos.

Una despistada mariposa de alas púrpuras recorrió la humilde estancia. Junto a la ventana se encontraba el lecho, y, más adelante, una mesa con un par de sillas cubiertas por dos túnicas y una toga blanca, así como algunas estanterías de madera carcomida para almacenar unos pocos objetos. La mariposa se posó en la silla, encima de la toga, mientras el amante se despertaba, y con una mirada perezosa, pudo observar aquella mariposa que, por un instante, descansaba su vuelo. La mariposa, al saberse observada, remontó el vuelo y abandonó la estancia por donde había entrado.

El amante sonrió. Aquello era, definitivamente, un mensaje de los dioses, y observó con cariño el cuerpo femenino que lo acompañaba, mientras que extendió con cuidado su mano para retirarle el pelo que nublaba sus ojos con delicadeza.

— Es injusto que el resto de los mortales no puedan ver el hermoso rostro de una musa al despertar.

La joven abrió los ojos con suavidad, sonrió y se ruborizó mientras acariciaba el brazo de su joven amante.

— Ay Marco, qué cosas dices para complacerme.

— No es más que lo que siento al verte, querida Ulpia. —  El joven Marco se inclinó para besar a su amada con delicadeza, un beso largo, sin prisa, que se extendía mientras el sol comenzaba a alzarse, marcando así el inicio de la jornada.

Marco se incorporó del lecho y se asomó aún desnudo por la ventana de aquella insulae. El bullicio empezaba a hacerse notar en las calles, y no tardarían en llenarse de una multitud de personas, quizá alguna pudiera reconocerle en aquel barrio. El pensamiento incomodó a Marco, y se dirigió hacia la silla donde había dejado tirada su túnica interior y su toga blanca, que, afortunadamente, no se había manchado. Había sido un error traerla. Una toga así llamaría la atención en este barrio, pero no pudo resistirse, puesto que era el primer día que acudía al Senado de Roma como un joven senador con una gran carrera por delante.

Barrio de La Subura

— Me temo que tengo que irme, querida. Hoy hay una reunión importante en el Senado y debo asistir a ella. Estarán todos los grandes senadores y, si quiero aspirar a cuestor, debo llamar la atención de todos los senadores optimates para que me vean como uno de los suyos.

Ulpia se giró hacia la ventana, dando la espalda a Marco mientras exhalaba un suspiro desaprobatorio.

— Eso quiere decir que me abandonarás y te olvidarás de mí para siempre. La hija de un liberto no tiene cabida en la vida de un senador.

— Sabes que eso no es cierto, ¿cómo iba a olvidar a aquella niña que me buscaba en el Campo de Marte cuando mis padres me obligaban a entrenarme? ¿Cómo olvidar aquella chica que me robó el primer beso, aquella mujer que me hizo un hombre?

— No te acordaste de mí cuando marchaste con las legiones, —respondió secamente — me dejaste tirada, ni siquiera me escribiste una carta en los 3 años que estuviste fuera.

Marco volvió sobre Ulpia y le cogió las manos.

— Me fui abruptamente porque no sabía cómo despedirme de ti. De haberte visto, nunca me habría ido. No te escribí para que te olvidaras de mí y siguieras tu camino, no soportaba la idea de morir en combate y dejar tu corazón huérfano.

— ¡Zalamerías! —respondió mientras separaba sus manos de las de Marco — Dices eso para que me calle y que puedas marchar con la conciencia tranquila, como siempre haces, o, ¿acaso te crees que no sé que te vas a casar con Tulia? Durante la noche puedo olvidar esto y hasta me puedo creer que me quieres, pero con el alba llega la verdad. Nunca te casarás con una plebeya como yo.

El rostro de Marco se ensombreció. Se forzó a ponerse en pie y volvió a mirar por la ventana.

— Mi corazón te pertenece Ulpia, y esa boda no significa nada. Es un arreglo para asegurarme una próspera carrera en el cursus honorum. Tulia es la hija de Marco Tulio Cicerón, el líder de los optimates, que también está interesado en que me despose con su hija pues desea vincular mi nomen con el de su familia.

— Por supuesto, quién puede olvidar el gran nomen de los Cornelios Escipiones, los herederos del salvador de Roma, el Africano. —dijo con ironía mientras se incorporaba del lecho.

— Así funciona el mundo, querida, he de desposarme con la hija de Cicerón para garantizarme un sitio en la República. Es la única manera de poder llegar un día a ser cónsul y contribuir a la grandeza de la República.

— ¡A la mierda la República! ¡Cásate conmigo y vete con los populares si quieres tener una carrera política! — dijo Ulpia mientras abrazaba a Marco y sollozaba.

— No, no puedo hacerlo. —dijo Marco fríamente mientras se separaba de Ulpia. — Si me desposo contigo me matarán. No te olvides que eres hija del infame liberto Lucio Cornelio Crisófono, el carnicero de Sila. El hecho de que tu padre fuera un asesino nunca me impidió amarte, y, aunque tuve que andarme con mucho cuidado hasta su exilio, si me caso contigo, Cicerón me perseguirá de por vida; primero por repudiar a su amada hija, y segundo por el odio que tiene a tu padre. Y eso sin pensar en lo que haría mi familia conmigo… —Marco caviló unos segundos mirando al infinito — Sería desheredado y olvidado.

Insulae romana

— ¡Pero eso no es malo! — exclamó Ulpia — ¡Podrías postularte como un héroe de la plebe, un patricio que renuncia a su estatus para encabezar la facción popular!

Marco acarició el rostro de Ulpia del cual brotaban lágrimas que no podía contener. — Eso solo son sueños, querida, de hacer esto, nuestro sueño sería cercenado por sicarios a sueldo contratados en una taberna dos calles más abajo.

— Entonces, ¡vámonos a Hispania! Coge algo de dinero de la domus de tu familia y compremos un terreno para empezar una vida juntos.

Marco se puso tenso. Se alejó de Ulpia y se apoyó sobre la silla encarando la toga senatorial que había dejado en la mesa.

—¿En serio me estás pidiendo que me convierta en un simple mercachifle por una mujer? ¿De verdad quieres que renuncie a mi cursus honorum por el amor de una mujer? —exclamó con furia mientras apretada con fuerza la silla de madera. Cogió la toga con dos manos y se la puso delante a Ulpia. — ¡El amor no tiene cabida en la política! ¡El amor queda reservado para la vida privada, para encuentros clandestinos como estos, lejos de los ojos de aquellos rivales que te quieren muerto! — Sentenció Marco arrojando la toga sobre el lecho.

— ¡Sí! ¡Eso te estoy pidiendo Marco! Deja a un lado las mentiras y las conspiraciones. ¡La violencia y la muerte gratuita! Deja todo eso para tener una vida sincera y tranquila junto a mí… y tu hijo.

El tiempo se paró para Marco. El latido de su corazón se aceleró y un sudor frío recorrió sus brazos y su espalda. — ¿Cómo? — dijo casi sin voz.

— Estoy en cinta, Marco. Estos encuentros clandestinos, como tú los llamas, han dado lugar a algo mayor. — Ulpia se llevó la mano con suavidad a su vientre, aún desnudo, y agarró por la cintura a Marco.

Marco tragó con dificultad y se zafó del abrazo de Ulpia.

— Esto… esto no puede saberse… ni por mi suegro… me mataría… mi familia… me desheredaría…

Se llevó las manos a la cabeza mientras paseaba por la estancia, y, de pronto, sus ojos fueron a parar a la daga que había dejado la noche anterior sobre la mesa. Una pequeña daga que era apta para ser ocultada entre los pliegues de la toga para evitar problemas… o para solucionar aquellos que ya había creado.

Ulpia abrazó por detrás a Marco y apoyó la cabeza sobre la ancha espalda de su amado. Notó como estaba tenso y le susurró.

— Marco, dime que no me quieres y me marcharé de tu vida. Lloraré tu partida durante semanas, meses o años, pero no sabotearé tu carrera. Te dejaré marchar y nunca nadie sabrá que existo, ni yo, ni tu hijo.

Marco dio dos pasos hacia delante y se apoyó sobre la mesa. Tenía delante su daga. Ya la había usado antes en las calles del Palatino, y había combatido con ferocidad en las legiones de Roma. Sabía que la aparición de un bastardo no solo comprometería su matrimonio con Tulia, sino que sería munición para sus rivales políticos.

No, no iba a tener una carrera si no tomaba una decisión.

A lo lejos, la mariposa que había visto al despertarse apareció de nuevo, recorriendo la estancia y, tras unos instantes, se apoyó sobre la ventana. Marco la miró fijamente, en silencio, mientras un escalofrío recorrió su cuerpo.

— No, querida, nadie sabrá que has existido. — Tomó la daga y se la guardó en el cinturón. — Ni tampoco nadie sabrá que yo he existido, salvo nosotros tres. Recoge tus cosas, nos vamos al puerto de Ostia. Hispania nos espera. No tenemos tiempo que perder.

Pablo Lerma Sastre

Pablo Lerma Sastre

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Hemos de defender la cultura clásica, la historia y las letras. Sin saber de dónde venimos es imposible determinar un futuro justo para todos.

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