Teléfono Rojo: ¿Última llamada o nuevo comienzo?

El teléfono rojo no es un artefacto de ficción. Es el resorte de un destino que pende de un hilo tan frágil como las decisiones que tomamos. En Red Alert, la novela de Peter George, y su adaptación cinematográfica Dr. Strangelove o Cómo aprendí a dejar de preocuparme y amar la bomba, dirigida por Kubrick, el teléfono rojo es el último eslabón en la cadena de un proceso de autodestrucción global, donde la paranoia se convierte en la norma, y donde las más altas esferas del poder tienen en sus manos la posibilidad de aniquilar todo lo que hemos conocido. Y, sin embargo, no hay drama. Solo el eco frío de una guerra que ya está en marcha antes de que siquiera se haya declarado. El general Ripper, en el libro, y el propio Dr. Strangelove en la película, son la personificación de esa fiebre delirante que embriaga a los líderes del mundo. Ambos son, al final, las marionetas de un sistema que actúa sin cuestionarse, sin escrúpulos. La guerra no es solo un error, es el resultado de un ciclo de desconfianza, egoísmo y desesperación. Pero, ¿qué ocurre cuando los hombres que controlan los botones nucleares se convierten en los nuevos Ripperes y Strangeloves? La respuesta es obvia, aunque incómoda. Ya estamos viviendo en ese mundo.

El teléfono rojo está sonando, sí. Y cada vez que un conflicto internacional se agrava, el sonido se hace más estridente. Desde Ucrania hasta el Pacífico, pasando por Oriente Medio, el mundo no hace más que girar alrededor de esa inminente amenaza, como una coreografía predecible que tiene todas las de acabar en un estruendo mortal. Los gestores que hoy nos gobiernan, con su discurso de diplomacia y seguridad, no hacen más que repetir la misma letanía de siempre. Se mantienen al borde del abismo, jugando al ajedrez con el destino de todos.

Portada de la Novela de Peter George

“La guerra es la solución, la única solución” … En el libro de George, esa frase resuena como un mantra macabro. En nuestra era, ha dejado de ser un lamento de locura para convertirse en un principio tácito. En lugar de buscar la paz, los líderes prefieren apuntar con su dedo hacia el botón rojo con la esperanza de que el miedo disuada a su enemigo. La diplomacia se ha convertido en un teatro de sombras, donde las soluciones se han vuelto meros juegos de poder. No hay más que mirarnos en el espejo del presente: las guerras preventivas, los ejércitos expandiéndose, las alianzas basadas en la desconfianza mutua. Si el personaje de Ripper viviera hoy, lo encontraríamos en el despacho de cualquier presidente, rodeado de mapas y de armas, presionando al mundo hacia el caos. Porque no se trata de proteger, sino de mantener el poder, de ejercerlo como una espada de Damocles sobre la cabeza de todos.

¡Ring, ring, ring! El teléfono rojo sigue sonando y lo hace cada vez con más frecuencia, como si estuviéramos atrapados en un bucle que, al final, solo puede llevarnos a un solo lugar: el fin. La ironía es que este final ya no será un error, sino una consecuencia de nuestras propias elecciones. Como Ripper, como Strangelove, como todos esos que antes que pensar, temen. Temen que alguien más tenga el control, temen perder la guerra, temen ser percibidos como débiles. El resultado de esa desesperación es un mundo donde la paz es solo una ilusión más.

Cartel de la película de Stanley Kubrick

Kubrick, en su genial adaptación, transformó el terror de la novela en un tono irónico, oscuro, incluso cómico. Se burló de la humanidad, pero no era una broma. Era un aviso. Y, ahora, décadas después, parece que hemos aprendido poco. Detrás de las risas nerviosas, se esconde la verdad más aterradora. Hoy, como en el pasado, la guerra no es un error puntual, un desastre aislado. Es un ciclo interminable, una rueda que no deja de girar. En Red Alert y en Dr. Strangelove, como en nuestra realidad, el destino de la humanidad no está en manos de una máquina o de un artefacto militar. Está en nuestras manos. Un botón, una llamada, una decisión equivocada. La humanidad tiene el libre albedrío que Dios nos concedió, y aunque el destino parezca tambalearse, siempre hay un espacio para la esperanza, un resquicio para la reflexión.

¿Volaremos hacia Moscú, al final? ¿O seremos capaces de detenernos antes de que la llamada llegue al otro lado de la línea? Si un día el teléfono suena, tal vez, el único acto de dignidad que nos quede sea no responder. Porque, al final, siempre será la humanidad la que decida si todo termina, o si, realmente, hay algo que vale la pena salvar.

Ignacio Eufemio Caballero Álvarez

Ignacio Eufemio Caballero Álvarez

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Siempre he tenido muy presente que la vida es una suma de tres grandes principios que, al igual que Platón, representan la fuente de creación más grande de la humanidad: la pasión, el deseo y el alma. Todo lo que se hace y se dice en el arte es un reflejo claro, extenso y único sobre lo que fuimos, somos y seremos.

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