Historias de la Antigua Roma III: Noctes Romae et pecata eius

Año 62. A.C. Noctes Romae et pecata eius.

Por las calles sosegadas de una ciudad aparentemente dormida, deambula un joven de unos treinta años que, apresurado, se ajusta la túnica para permitirse caminar con más ligereza. Es un hombre, pero esa noche a ojos de los demás será una mujer, una madre de Roma engalanada para acudir a la casa del Pontifex Maximus Julio César, donde se llevaría a cabo la celebración de la festividad de la Bona Dea.

Cuenta la leyenda que en el transcurso de la construcción del templo en honor a la Bona Dea (Buena Diosa) en la colina Aventine de Roma, emergió un altar que permanecía enterrado en honor a la diosa antigua fidelidad. El rey Servio Tulio, previniendo futuros inconvenientes divinos, decidió celebrar un festival para conmemorar a la nueva diosa recién descubierta y así poder proseguir con la construcción del templo. Los romanos celebraban una festividad en honor a una diosa en el mismo templo que antes perteneció a otra diosa. ,

Y casi brotando como los tributos a una antigua deidad dispuestos a disrupción, en el otro lado de la ciudad una mujer de tez blanca y rostro sereno se prepara para la sagrada fiesta que está a punto de celebrarse. Su nombre es Pompeya Magna y esa noche descubriría que la realidad casi siempre se conformaba con la versión menos fiel de una historia. Mujer de Julio César, el gran general y cónsul respetado como autoridad política y religiosa en toda Roma, sabía de su importante labor esa noche por encima de todas las demás. Alertada por el ruido de la fiesta que recién daba comienzo, respiró un momento y se miró al espejo ovalado que presidía el tocador. Llena de aceites, peinada y maquillada para la ocasión, la mujer percibió que se estaba demorando más tiempo por causa de su propia intuición. Sintió que una ráfaga de aire se volvía cortante durante un segundo y un fuerte augurio presionó su pecho.

-¡Llamad a Octavia!

Valeria Octavia era la única amiga que Pompeya tenía en los desafiantes círculos de la sociedad romana. Astuta y leal, Pompeya aprendía de ella desde las vicisitudes más simples hasta las conspiraciones más retorcidas. Siempre se había considerado una mujer más bien convencional, incluso la consecuencia de una estrategia de venganza y ambición por parte de su marido, el cual parecía incluso victorioso por casarse con la nieta de Lucio Cornelio Sila. Él le prestaba la atención que creía adecuada, sintiéndose limitado por la devoción que les tenía a otras mujeres. Compungida por los pensamientos acelerados que la atravesaban, apareció Valeria, que, sabiendo de la importancia de la festividad de esa noche, sentía la responsabilidad de amenizar los humores de su amiga y compañera.

Fresco de la Fiesta de la Bona Dea

-¿Dónde está mi suegra?, ¿Vigilándonos detrás de las cortinas o preparando los últimos detalles de su apropiación?

Valeria sintió ternura.

-No deberías preocuparte tanto, Pompeya, es sabido que Aurelia siempre anda vigilante, pero esta es una noche sagrada.

Pompeya se acercó a su amiga y le agarró las manos buscando un soporte.

-Salgamos, Octavia. Tengo la extraña sensación de que los dioses nos traerán algo distinto esta noche. “Deorum Decernant”

Cuando el soldado lo miró, él contuvo el aire unos instantes y sonrió de forma discreta. mSu túnica sencilla y su peluca trenzada y acomodada le hacían pasar desapercibido frente a cualquier hombre, pero aún le quedaba pasar la prueba de verse reflejado en los ojos de una mujer. Tuvo que recordarse su nombre y su propósito cuando contempló los muros alzados de la villa. Imponentes, esa noche reposaban decorados con telas anunciando la celebración que ya había comenzado.

-Soy Publio Claudio Pulcro, venido para encontrarme con la mujer más bella de Roma.

Atisbó una sonrisa pícara y, poco convencido de su contienda, avanzó hasta acceder al palacio y sintió una victoria frente a Julio César, el sencillo hecho de poder contemplar la belleza de tantas mujeres reunidas en su intimidad. Él se hallaba en un sitio donde ni el gran admirado podía estar. Grandes mesas adornadas con telas suaves sostenían toda clase de manjares: frutas, embutidos y caprichos salados. El festín estaba listo y las mujeres paseaban tranquilas y confiadas por los jardines excelsos y muchas de ellas bailaban al son de la música que parecía pintar un paisaje nuevo y puro. Clodio observó la instantánea y se sintió como un niño cometiendo una travesura. Sus ojos pasaban rápido por cada una de las damas que había en aquel lugar deseosos de encontrar a la dama en concreto. Pompeya se encontraba entretenida halagando los decorados y las ofrendas a la Bona dea. Cuando ella lo vio, se sobresaltó y luego dudó de si sus ojos la estaban engañando. Apresurando el final de la conversación, Pompeya dejó a sus invitadas y buscó acercarse sutilmente a la inesperada visita.

-¿Acaso la inquina contra mi marido se ha apoderado de tu poca conciencia y te ha traído hasta aquí?

Clodio sonrió y se acercó más a ella. Sentía su nerviosismo y se complacía cada segundo que esa hermosa mujer no interrumpía la dialéctica a gritos para alertar a los demás.

-¿Y si ha sido el amor, el profundo amor que siento por vos lo que me hace cometer locuras, mi señora?

Pompeya no pudo evitar dejar escapar una risa con un gesto de repulsión.

-Ningún hombre puede estar aquí esta noche y me veo obligada a delatar tu necedad y a exponer tu capricho frente a todas las demás.

Clodio sonrió con ternura y con un discreto gesto agarró el brazo de la mujer.

 “La mujer del César no solo debe ser honrada, sino además parecerlo”

-¿Con cuántos amigos puede contar una mujer en una fiesta llena de iguales en la que tan solo hay un hombre?

Pompeya rio genuinamente.

-Amicus inter omnes feminas

Ambos rieron a la vez y varias mujeres que había cerca se alertaron de la situación. No pasó más de un instante en que la anfitriona vio pasar como un destello por encima de la noche estrellada la sucesión de acontecimientos.

-¡Un hombre! ¡Un hombre en la fiesta sagrada!

Y los gritos hicieron crujir el silencio en todo el templo. Las mujeres gritaban y la madre de Julio César se convirtió en la voz de auxilio frente al caos acaecido por la revelación. Aurelia pidió silencio y se autoproclamó mensajera del descubrimiento. Frente a la atónita mirada de Pompeya, Aurelia agarró el velo que cubría la cabeza de clodio el cual predijo en esos momentos que había comenzado el fin de su carrera política.

-¡Publio Claudio Pulcro! Llévense a este terrible ser que ha quebrantado la ley divina que nos congrega aquí.

Aurelia miró entonces a Pompeya, que parecía tan alarmada como los demás y, sin embargo, más cerca de ese hombre que ninguna de ellas.

-Estoy segura —enunció Aurelia en un tono sereno— de que mi querida nuera y anfitriona estaba tan cerca de nuestro intruso porque trataba de abordar la situación con discreción. Con una gran discreción al estilo romano.

En los ojos de su suegra, Pompeya pudo percibir un inusual disfrute, escuchó algunas risas y el augurio que había sentido esa misma noche ahora tomaba la forma de un rumor. Buscó la mirada de Valeria como un oasis, refrescando el árido desierto del silencio, y, cuando la encontró, sus ojos tristes y vidriosos le hicieron confirmar que esa noche daría mucho de qué hablar. Pensó en su marido, en las miradas de muchas de sus invitadas que parecían clavadas en juicios decididos contra su persona. Cuando se llevaron a Clodio, que marchó siendo arrastrado por los soldados entre risas y gritos de “Pompeya, la más bella”, ella trató de explicarles a las demás que había identificado al hombre, pero que no quería que la fiesta sagrada se convirtiera en un escándalo.

-El escándalo es que, aquí, esta noche, mientras nos entregamos en cuerpo y alma a la Bona Dea, un hombre nos observe con sus ojos impuros. Él será juzgado al igual que tú. Todas te apoyaremos, querida, todo se solucionará.

Publio Clodio disfrazado durante el “escándalo de Bona Dea”. 62 a. C.

El abrazo de Aurelia la condenó a la duda y después vino la tormenta. Pompeya vio su nombre mancillado bajo un espontáneo velo de verdad absoluta. Por todas las calles de la ciudad, durante los siguientes meses, solo se habló del escándalo de la Bona Dea. Según las afiladas lenguas, Publio Claudio Pulcro, influyente político y militar conocido en toda Roma, se había infiltrado en la fiesta de culto a la sagrada diosa para ver a la mujer de Julio César. O para intimar con ella, o quizá para besarse a escondidas, presos de un apasionado amor. Toda exageración era permitida en lo que pudiera referirse a Julio César, su esposa y un político vestido de mujer escondido a hurtadillas entre ellas. Todo lo que pudiera tornar la historia más jugosa era bienvenido.

Durante el juicio, el joven Cicerón, reconocido como gran dialéctico, arremetió tan duramente contra Clodio y Pompeya que ni la buena retórica de Julio César, defendiendo la honorabilidad y prudencia de su mujer, ni el testimonio de las matronas dándole un apoyo unánime, consiguieron detener lo inevitable. Pompeya Magna había sido sentenciada a aceptar la verdad de todos los que la acusaban de adulterio. Claudio pulcro consiguió salir impune tras la sombra de algunos sobornos y renunció a su cargo político poco tiempo después. Nadie supo nunca realmente su intención ni los verdaderos motivos de un rumor que se acabó convirtiendo en verdad.

-La mujer del César, además de serlo, ha de parecerlo.

Le dijo Julio César, con algo de resignación, poco después de serle anunciada la noticia de su divorcio. Pompeya abrazó al que había sido su marido y el hombre al que había respetado hasta el último momento y entendió que, a veces, en un lugar como Roma, hasta los más poderosos deben aceptar que las apariencias son más valiosas que el conocimiento mismo y que para todo lo demás… Deorum Decernant.

Laura María Vera Becerra

Laura María Vera Becerra

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Desertora del verbo fácil. Cuando la noche arriba me encuentro a mí misma menguando con la Luna. Escribir es un reflejo involuntario y, aunque anodinas, mis letras caben en el hueco de todas las cosas. Brindo por ser esa idiota que narra este cuento lleno de ruido y de furia que no significa nada. ¿O tal vez sí?

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