Mi nombre es Livia, eso sí lo recuerdo. No tanto otros detalles, pero los nombres de mi padre, mi marido y mi hijo parecen grabados para siempre en mis palabras cuando el tiempo me descubre hablando sin parar de ellos en las reuniones del palacio. He sobrevivido a los tres y en oposición a lo esperado, la muerte de mi marido me ha abierto una herida tan profunda que siento que mi permanencia en este mundo se vuelve densa, más densa aún que el sofocante calor de Roma. Estoy cansada. Camino despacio por encima de las piedras que rodean la escultura de un hombre. La estatua parece brillar diferente esta tarde. Miro aquel encantador guerrero de Roma. Siempre la misma apariencia. La misma que le engalanaba, lleno de virtudes y preparado para ser el salvador de todos. Por primera vez en toda mi vida, me arrodillo. Dejo caer mis piernas ante la estatua de mi marido. Es hora de confesarme.
Hoy he vuelto a ti, querido esposo, querido amante, querido padre, para despedirte de nuestro regazo y que alumbres con los dioses el cielo eterno. Me encontraste en este mismo lugar donde antaño se veía el alcance del bosque de los laureles en su intimidad con el atardecer. Fuiste el que hizo mármol con los escombros de Roma. El que la llevó a la gloria por encima de cualquier Dios.
Augusto, no puedo soportar tu ausencia. Si era posible la gloria junto a ti, ahora me allanan presentimientos vacíos. Eres mi amor por encima de todas las tribulaciones, y Roma es nuestra, y nosotros de ella. Cuando nos encontramos después de muchos años cerramos una alianza que ha mantenido la paz durante más de cuatro décadas. Los que hablan dejando su lengua tan libre como sus juicios dicen que fui tu capricho y que viste en mí la ocasión de conquistar Roma desde lo absoluto.
Mi amado dios, ellos no te conocen como yo. Octavio y su antojo, el antojo y la riqueza de nuestras familias, la riqueza y la perdición…
Si fui tu capricho, como dicen, querido, nunca un fervor duró tanto. Nunca habrá una mujer tan merecedora de la gloria que me otorgaste durante años. Me liberaste de un marido poco acertado que conspiraba para reemplazarme. Tiberio no dudó en aceptar la propuesta haciendo alarde de su debilidad. Yo solo era una niña y la pérdida de mi padre arrastraba mi sombra por el dolor y el fracaso.
Qué cauto fuiste en el trato de los honores a los asesinos del César. Me has cuidado tanto que has despertado la compasión y conciliación con los enemigos del imperio. Desafiaste a la sociedad de este pueblo corrupto y obligaste a las mujeres a dar hijos a este imperio. Pero jamás me dirigiste un reproche por no poder darte un heredero. Podías ser el dictador y también el que tomaba por halago las burlas del dominio de su mujer.
¿Quién eras en realidad?
Yo solo sé de nuestros extensos debates y tu mirada atenta a mis palabras. Si te atribuyen las galas de emperador, a mí me corresponden las de haber imperado Roma. Levantaste mi figura erigida como símbolo de la madre de todos y te cubrías con mis caricias cuando estallaban las traiciones. Si la vida hubiera sido sin ti, me faltaría la mitad del alma y a ti la mitad de la gloria.
La sentencia de los muros de las casas de esta tierra es que he acabado con la vida de tus hijos, incluso contigo. Una mujer romana siempre viene al mundo preparada para enfrentarse a la cobardía de los que le rodean, empezando por su padre y terminando por sus hijos.
Dijiste que la comedia había terminado, que se hablaría de nosotros cuando pasaran los siglos y seríamos recordados como la esencia del orden y del triunfo. ¿Qué dirán de mí, querido, que maté a todo aquel que intentó conspirar contra ti? ¿Que con mis artes de seducción te embrujaba para tejer los hilos de intriga de los grandes políticos y sabios romanos? Los secretos de la victoria han estado más al alcance de mis ideas que de mis encantos y quedarán guardados entre nuestras sábanas en lo más profundo de nuestra memoria.
Querías convertirte en un Dios y en eso te convertimos.
He de confesarte que todos mis esfuerzos con Tiberio florecerán ahora que te has ido y la vieja y la nueva Roma se sumergen en el desconsuelo. Moriste en mis brazos y sentí tu descanso en el último suspiro. Ahora solo me queda deberme a ti, hasta que pueda acompañarte.
Ya no ambiciono un imperio, ni siquiera quedan restos de esa muchacha convencida de la palabra de la República, de la soberana hija de Livio Claudio. Mis propiedades, mis logros, mis planes para esta ciudad… todo fue mío y tuyo también. Eres mi debilidad más absoluta. Me dibujan como la más codiciosa de todas las mujeres y, sin embargo, rechacé toda creencia por ti, por el proyecto que nos acompañó del resto de nuestra vida.
Nunca parecías satisfecho con los tributos y los honores, en esa cabeza tuya anidaba la ambición de una Roma distinta, llena de moral y de corrección pública. Educamos un pueblo corroído por la falta de decoro.
Dicen que he confabulado para hacerme con más poder y están en lo cierto, el poder y la influencia es lo único que genera un cambio. ¿Acaso no ven un pueblo grandioso como lo veíamos nosotros?
He sido virtuosa, ama y madre como tú querías que fuera para Roma. Y también la dueña del fuego que prendía dentro de ti. Yo soy Livia Drusa la menor, de la familia de los Claudio. Y soy también Julia Augusta, de los Julios.
Hoy he vuelto a ti, en mi jardín de laureles donde, ¿recuerdas?… un águila dejó caer una gallina sobre mi regazo, en cuyo pico guardaba una rama de laurel. Con esa rama se plantó este bosque que ahora es polvo y del que ya no queda nada tras la partida de Druso.
Creo que yo morí cuando tú lo hiciste. Llevabas tu corona repleta de hojas de laurel del bosque de tu emperatriz. Augusto, Octaviano… sea cual sea tu designio, eras el más astuto y merecedor de toda gloria. Tu heredero Tiberio, tu hijo adoptivo, me detesta tanto como su padre, y mis devotos me olvidarán bajo tu alargada sombra. Todo es un recuerdo de cuanto fui contigo y cuanto fuiste en mí. No he encontrado una razón para explicar la bendición de esta dinastía que me convirtió en quien soy ahora.
Acta est fabula, querido.
Yo, Julia Augusta, hija de Augusto, el Padre de todos, el dios de Roma, mi amor absoluto, yo te rezo desde ahora hasta el día de mi muerte. Contigo vuelvo a ver como se disuelve en el rojo del atardecer y se detiene el tiempo, querido, para que podamos contemplarlo un momento más.