Historias de la Antigua Roma II: El desafío de Catulo

Roma. Año 59 a.c.

Julio César se sirvió más vino en su copa. Tomó asiento y preguntó.

– ¿Eres fiel a tu destino, querido Catulo?

Se hizo un breve silencio.

Cuando Julio César dejó de beber, Catulo levantó la vista, le miró fijamente y contestó.

– La poesía es mi destino.

César sonrió. Hizo una breve pausa y continuó hablando.

– Eres muy distinto a tu padre.

Catulo asintió suavemente mientras fijaba su mirada ante uno de los hombres más poderosos de Roma. Para Catulo había algo en Julio César que siempre le había causado un profundo desasosiego, un sentimiento que iba más allá de sus acciones y decisiones como líder.

– Así es, César. Mi padre admiraba sin reservas tanto la persona que eres como el papel que desempeñas. Yo, por otro lado, encuentro ciertas… contradicciones en la manera en que eliges presentarte.

– ¿Por qué tu desdén y ensañamiento contra mi persona, Catulo?

– Me haces preguntas que no sé responder, César. Siempre estás ahí delante, a la vista de todo el mundo, con tus glorias públicas y tus vicios semiprivados. Perdóname, pero yo no te odio o te admiro, eso depende de los otros. Yo solo te escarnezco y me río.

– ¿Sin odio?

– ¿Puede el peor de todos los poetas odiar al mejor de todos los generales?

Julio César soltó una carcajada franca, como si hubiese descubierto en esa burla un matiz de sinceridad que pocas veces encontraba en las amables, pero vacías, palabras de los senadores. Luego, llenó nuevamente su copa.

– ¿Contradicciones? Deberías saber, querido Catulo, que la grandeza a veces se mide más por los enemigos que por los amigos. Si tu pluma es mi adversaria, entonces quizás ambos estemos en el lado correcto de la historia.

Catulo se inclinó ligeramente hacia delante, mientras las luces de las antorchas iluminaban su rostro pensativo.

Litografía de Julio César. Emperador romano.

– Eso supondría que ambos buscamos lo mismo, César. Pero mientras tú despliegas tus legiones para cambiar las fronteras del mundo, yo empleo mis versos para desafiar los límites del pensamiento. No siempre el acero y la tinta persiguen el mismo fin.

– Pero ambos somos esclavos de nuestras pasiones – agregó Julio César, estudiando la expresión de su interlocutor. – Y ambos sabemos que, sin pasión, Roma se volvería tan débil como una república sin ambiciones.

– O tan peligrosa como un tirano con un ejército – replicó Catulo, con un destello agudo en sus ojos. – Recuerda, César, que el poder absoluto no solo corrompe a quien lo ejerce; también despoja de voz a los poetas.

– ¿Y no es acaso el deber del poeta encontrar nuevas voces, incluso en la tiranía? – preguntó Julio César, con una sonrisa intrigante.

Catulo asintió lentamente, concediendo el punto.

– Así es, y aunque mis versos a menudo se burlen del poder, no dejan de reconocer su imprescindible lugar.

– Me equivocaba, veo que, en el fondo eres el mismo. Eso está bien. Los hombres han de ser como son. Se precisan así en estos tiempos. Las cosas en Roma están cambiando. Y van a cambiar mucho más. Craso, Pompeyo y yo hemos unido fuerzas, no solo para el beneficio propio sino, creo, para el de Roma. ¿Ve el poeta alguna virtud en esta alianza?

Catulo ajustó su toga, considerando sus palabras con cuidado antes de responder.

–Tres cabezas, cada una aspirando a distintos ensueños de laurales. Dime, ¿puede una serpiente con tres cabezas morder sin enredarse en sí misma? Cada uno de vosotros, poderosos en su derecho, pero juntos, ¿sois verdaderamente más fuertes, o simplemente más temidos?

Julio César esbozó una sonrisa ante tal comparación, si bien sus ojos reflejaban una seriedad inusitada.

– La fuerza de Roma siempre ha residido en su capacidad para adaptarse y sobrevivir, querido Catulo.

– Sin embargo, César, – interrumpió Catulo- mientras contempláis vuestros horizontes, Roma, la verdadera Roma, se pregunta si en el corazón de sus líderes queda espacio para ella. Vuestras legiones son leales, vuestros planes son grandes, pero ¿dónde están, si se me permite, los versos para el pueblo? ¿Dónde está el corazón que asegure que Roma sigua latiendo, no por el miedo a la espada, sino por amor a la ciudad?

Julio César se recostó en su silla antes de contestar. Su mirada no abandonaba a Catulo.

– Es complejo. La historia está escrita por quienes tienen el valor de tomar las riendas del destino. ¿No es eso lo que también buscas con tu poesía?

Catulo negó con la cabeza suavemente, mientras se dibujaba una sonrisa en su rostro.

Litografía de Catulo. Poeta romano.

– La poesía, César, busca explorar la verdad, exponerla, a veces con belleza, a veces con brutalidad. No busca controlarla ni reescribirla a conveniencia. Y, aunque respeto tu astucia y tus logros, no puedo decir que admire el modo en que los alcanzas.

– Entiendo – dijo Julio César. – No todos pueden apreciar lo que se requiere para gobernar. Las decisiones que uno debe tomar…

Catulo interrumpió suavemente.

– No se trata de comprender la gravedad de tus decisiones, César, sino de cuestionar la sinceridad de tu virtud. Dices valorar la justicia y la gloria de Roma, pero ¿son estos valores realmente los que guían tus acciones, o son meras herramientas para forjar tu legado?

– Tus palabras me conmueven, Catulo. Los líderes llegan a creerse el papel que tenían asignado. Y, como debes saber, eso es fatal en el arte dramático.

– Entonces ¿tú no te crees tu papel?- inquirió Catulo.

– Lo cumplo al pie de la letra. Pero hay una diferencia. El papel de los otros lo escriben ellos mismos; el mío lo ha escrito el destino.

– ¿Te crees elegido de los dioses? – replicó Catulo con firmeza- Admiras a los grandes héroes de la antigüedad, te modelas a ti mismo como un protector de Roma, un defensor de sus valores. Sin embargo, a menudo veo un abismo entre la imagen que proyectas y tus métodos. Eres un hombre que busca la inmortalidad en la historia, pero a veces me pregunto… ¿A qué costo?

– Tú ensañamiento contra mi persona ha sido continuado, tenaz y obsesivo, dijo Julio César molesto– Algunos se extrañan de que no suela ejercer en los términos habituales el reconocido derecho de venganza contra ti. Sin embargo, te aprecio. Mi tarea no es juzgarte, es seguir un camino claro. El odio, el resentimiento, el deseo de venganza, todo eso no sirve para nada. Todas las pasiones son inútiles, excepto la de ser fiel al propio destino.

– ¡Destino! – exclamó Catulo con una mezcla de desdén y asombro. – ¿Y qué de aquellos que tu destino aplasta? ¿Los campesinos que pierden sus tierras en tus campañas? ¿Las ciudades que sufren bajo el yugo de tus legiones? ¿Son ellos meros peones en este gran juego del destino?

Julio César miró fijamente a Catulo, sus ojos reflejando un brillo de reflexión mezclado con una pizca de irritación. Luego, su expresión se suavizó y contestó al poeta.

– Es verdad que la grandeza de Roma y la seguridad de su pueblo requieren sacrificios. Algunos deben sufrir para que muchos prosperen. Pero no confundas necesidad con crueldad. Intento ser justo y equitativo en mis decisiones, aunque a veces la justicia debe ser severa para ser efectiva.

– ¿Justicia o conveniencia? – replicó Catulo, su voz era suave, pero cargada de desafío. – A menudo, lo que se presenta como necesidad no es más que una excusa para la ambición desmedida. ¿Acaso no es la verdadera grandeza hallar un camino que no exija sacrificios de aquellos que menos pueden soportarlos?

Julio César, se puso de pie y se paseó un momento, meditativo. Al detenerse, su mirada estaba clara, decidida. – Catulo, tú, que eres poeta, debes entender que los ideales absolutos son, a menudo, inalcanzables en el mundo real. La política, como la poesía, es un arte de lo posible. Y, como en tu arte, a veces la forma debe ceder ante el contenido.

– Mi arte habla de verdad– insistió Catulo.

– ¡Y mi destino también!- contestó Julio César.

– No me preocupan tanto las fronteras de tu ambición como el corazón de tu gobierno.

– ¡Mi amor por Roma es el núcleo de todas mis acciones! – contestó Julio César con rotundidad, bruscamente, dando un golpe sobre la mesa.

Hubo un silencio largo.

Vista del Capitolio y el Foro Romano en Roma durante la antigüedad. Reconstrucción visual. Grabado en madera, publicado en 1881.

Catulo, aunque miraba impasible a Julio César, era consciente de que, quizá, había hablado de más. Los ojos de Julio César, normalmente llenos de resolución y astucia, ahora reflejaban una rara vulnerabilidad. En aquel momento, Catulo sintió que el más poderoso de todos los romanos no era más que un hombre. Un solo hombre atormentado, quizá, por las contradicciones inherentes a su poder y sus ambiciones.

Julio César lo miró por un momento largo. Finalmente, dirigió su mirada hacia la ventana que daba a las bulliciosas calles de Roma. Las antorchas comenzaban a iluminar los mosaicos y las columnas de mármol del Foro, y la ciudad parecía cobrar vida bajo el crepúsculo. Con la ira aparentemente disipada, y con una voz más tranquila, pero cargada de seriedad, Julio César continuó.

– Disculpa el desánimo. El poder es una prueba de fuego para el carácter. Pocos son los que pueden manejarlo sin quemarse. Pero, ¿no es acaso ese el desafío más grande de todos?

Es un pensamiento noble, César. Y peligroso. – dijo Catulo midiendo sus palabras, en un tono casi contemplativo-. El poeta dejó un breve silencio, antes de lanzar su última pregunta. –¿Puede realmente un gobernante amar a su ciudad más que a sí mismo?

– Esa es, quizás, la pregunta más difícil que he enfrentado. Puede que no haya una respuesta definitiva, querido Catulo, pero cada día, al despertar, hago la elección de intentarlo, de amar a Roma más que a mí mismo.

Ignacio Eufemio Caballero Álvarez

Ignacio Eufemio Caballero Álvarez

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Siempre he tenido muy presente que la vida es una suma de tres grandes principios que, al igual que Platón, representan la fuente de creación más grande de la humanidad: la pasión, el deseo y el alma. Todo lo que se hace y se dice en el arte es un reflejo claro, extenso y único sobre lo que fuimos, somos y seremos.

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