La Lotería de Navidad

Tuvo que leer el párrafo tres veces. Las suficientes para comprobar que no era el día para empezar el libro. Mañana recogía el resultado de unas pruebas médicas de algo que pintaba francamente mal. Y ahí quedó Caballo de Troya, el libro de moda, en la mesita de noche, junto al crucifijo y la foto de su Concha vestida de novia. Insomne, Antonio se incorporó de la cama tratando de no despertar a su esposa. Camino de la cocina, se paró a contemplar las pequeñas luminarias que daban vida al árbol y al belén. Un espectáculo doméstico que se produce en cada hogar durante estos días y que, a la noche y en completo silencio, tiene efectos hipnóticos. Cada lucecilla tiene su propia cadencia. En realidad están desacompasadas, y, sin embargo, ofrecen una extraña sensación de armonía. Y lo mismo ocurre con los colores: cada hilo luce el suyo propio, y extrañamente el conjunto ofrece una cierta consonancia cromática.

Observando el Nacimiento, Antonio tuvo, de repente, la necesidad de orar. Y, arrodillado frente a San José, la Virgen y el Niño Jesús, dejó caer la cabeza sobre sus manos cruzadas. La luz naranja de las farolas recortaba la sombra de su silueta en la alfombra. Y sólo el lejano zumbido de algún coche interrumpía el silencio de un hombre hablando con Dios.

-Buenos días –dijo Antonio anudándose el batín-.

Olía a café. A café y a pan tostado. Concha calentaba leche en un cazo y miraba a su marido de reojo.

-Uy qué cara, ¿perdió el Madrid?

-Perdió el Madrid.

-¿Contra quién?

-Contra el Milán.

-¿Otra vez?

-Otra vez.

-Qué pesaos esos italianos, ¿no?

-Italianos y tres holandeses. Y sí, muy pesaos, Concha. Van a ganar la Copa de Europa otra vez. Y el Buitre a por uvas. ¡Es que no puede ser!

Antonio sobreactuaba. Y resultaba creíble porque en cualquier otro momento de su vida el disgusto hubiera sido sincero. Pero aquél día era diferente. La careta del disgusto por el fútbol sólo buscaba despistar a su esposa. Mientras Concha ponía la mesa, Antonio rebuscaba en un cajón de la cocina los décimos de lotería. Los había del mercado, de la Cruz Roja, de Doña Manolita, de la cafetería de abajo y del pueblo. Y, mientras desayunaban, los iba disponiendo sobre la mesa.

-Anda pon la radio. A ver si al menos ganamos a lotería.

A esa hora una comunión de transistores ya resonaban en la escalera, detrás de cada puerta. Y lo mismo en los bares, en las oficinas o en los taxis. La mañana del día 22 de diciembre es hermosa en España. El país se torna por unas horas una verdadera comunidad de afectos, esperanzas e ilusiones.

-Treinta y dos mil setecientos cincuenta y dos… veinticinco mil pesetaaas….

-Esta mañana tengo que ir al centro, Concha.

-¿Al centro? ¿con el lío que habrá hoy?

-Sí. A la Plaza Mayor. Quiero comprar… musgo. Musgo para el belén.

Antonio improvisó una coartada creíble. Era un belenista aficionado y cada año, sobre todo desde la jubilación, procuraba mejorar en algo el belén. Aquí los Magos de Oriente eran Melchor, Gaspar y un Baltasar decapitado al que Antonio presentaba a sus visitas como Luis XVI.

-Setenta y un mil doscientos veintidós… veinticinco mil pesetaaas…

A cierta hora de la mañana, aún temprano, en la casa se desvanecía el aroma de café y empieza a asomarse tímidamente un perfume mezcla de limón, lavanda y eucalipto. Álvarez Gómez. El agua de colonia que Antonio usaba desde que llegó a Madrid medio siglo atrás. Aquél día su ceremonia frente al lavabo fue más corta de lo habitual. Y aún con menos parsimonia, hubo el mismo resultado: un hombre afeitado y peinado con la precisión que sólo un viejo cirujano podía darle a un peinado. Encorbatado, bien abrigado y con su habitual sombrero beige, Antonio tomó el autobús 127, que deja en la puerta del Gregorio Marañón, en lugar del 42 que habría de llevarle al centro.

-Veinte mil sesenta y cuatro… ¡doscientos cincuenta millones de pesetaaas..!

Gritos y aplausos apenas dejan escuchar a los niños de San Ildefonso que anuncian en ese momento el Gordo a través de Radio Nacional. El locutor informa que, según parece, se ha vendido en varias administraciones de Alicante y Valencia. “Claro, por las riadas de este año”, dice una señora mayor sentada en la primera fila del autobús. “Pues me parece muy bien”, dice la de su lado.

Los vecinos que descorchan botellas de sidra en las administraciones de Alicante son menos felices que Antonio, que vuelve a casa atolondrado. Apenas le da tiempo a dejar el abrigo en el perchero. Corre al salón a poner el tocadiscos. Un viejo disco de música de Navidad que compraron en un viaje a Nueva York. Anda atropellado, víctima de una alegría propia de un niño. Suena Dean Martin. Atraviesa el salón, hace un escorzo para besar al Niño Jesús y se presenta delante de su esposa:

-¿Qué celebramos, Antonio?

-La vida, Concha, la vida.

Rafael Núñez Huesca

Rafael Núñez Huesca

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Publicitario, periodista y diputado en la Asamblea de Madrid (GPP).Español periférico y estudioso del llamado ‘problema de España’. Premio Ricardo Ortega de Periodismo. De vez en cuando, mira al horizonte buscando, sin éxito, su querido Mediterráneo. Los bombones Guylian son su vicio confesable.

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