En las huellas del Sabio habita un mundo nuevo

He salido a pasear por la ciudad de los cien palacios. Se dice que, a partir del siglo XV, este pintoresco pueblo turístico llamado El Puerto de Santa María se convirtió en un reclamo de los comerciantes por ser un lugar moderno, bien situado y con salida al mar. Hace unos meses que vivo aquí y en mis paseos puedo sentir el color de las gentes, los recuerdos de un lugar que fue el capricho de Alfonso X el Sabio y el embriagante olor a vino de la tierra. A veces, me pregunto si yo busco un lugar entre las historias de los exuberantes y vetustos palacios que dicen hallarse aquí o junto a Alfonso X el Sabio, con quien desayuno todas las mañanas a la espera de que me confiese qué encontró en las estrellas.

Con mi cabeza sumergida en la filosofía del perdón de un padre a la sublevación de su hijo, llama a la puerta de mi consulta un señor alto de unos ochenta y largos años (nada fáciles de ver) y con una sonrisa que viene dispuesta a disolver mi melancolía. Dice que se llama Juan España, como el escritor castellano, y yo aún no lo sabía, pero estaba a punto de contarme una historia que no sólo raptaría mi atención, sino que me haría darme cuenta de que, a veces, solo necesitamos que un desconocido llame a la puerta para que todo cambie.

Busto de Alfonso X el Sabio, en la Muralla del Castillo de San Marcos, El Puerto de Santa María, Cádiz.

Juan tiene 87 años, pero entra por la puerta solo con 20. Cuando me dice su apellido, le pregunto de dónde debe ser un hombre con el apellido de un país entero.

-Del mundo- responde y se ríe. Luego comienza a contar.

Hijo de militar, nació en tierras gaditanas y, siendo aún pequeño, se mudó a Tánger. Recuerda a unos padres que hicieron lo que pudieron (como todos, matiza) y que habían vivido para el empeño de que sus hijos estudiaran lo que pudieran. Pero a la edad de diez años, Juan ya veía el mundo demasiado grande y sabía dónde quería estar. Estudió inglés y francés y a la edad de dieciocho años ya estaba de vuelta en el país que le había visto nacer. Me habló de un autobús, una mujer y un viaje a Ginebra, de cómo la generosidad de esa dama hizo que su vida fuera más sencilla en el lugar que le esperaba.

-Nunca volví a saber de ella y han pasado sesenta años…

En su mirada puedo percibir nostalgia.

Juan me habla de los palacios que se ocultan entre estas tramposas calles y me narra entusiasmado, cómo el vino unía a genoveses, ingleses, franceses y portugueses en una tierra que siempre fue del mundo igual que él. Me cuenta su partida a Alemania, su paso por Holanda y cómo se recorrió Europa en un coche viejo con la batería estropeada. Cuando se marcha me encuentro extraña, aún anestesiada por sus aventuras.

Lo mejor de mi profesión son las historias que la gente decide contar cuando ven una mirada atenta. Pero, a veces, hay relatos que parecen hechos a medida del momento de otro. Cada vez que Juan se marcha de mi consulta, siento que hay algo que le queda por decir.

– El mundo es inmenso y es para nosotros- dijo la última vez.

Esbozo del Castillo de San Marcos, El Puerto de Santa María, Cádiz.

Después de eso, tengo por seguro que soy yo la que aún no puede oírle, pero que él ya lo ha dicho todo. Yo, mientras, medito sobre los paisajes desérticos y las gamas de colores cálidas. Busco alcázares en los que refugiarme de las fuertes tormentas. Bajé al sur para curarme de un bienio condenado por la pérdida, la soledad y la depresión. No hay palacio para los descoronados. Sigo paseando por las pedregosas avenidas. Y el aire de Poniente me recuerda que vengo de la tierra de los grandes conquistadores. Quizá el mundo se nos hace pequeño al igual que nuestras pretensiones. Pero si decidimos dejar de decidir tanto, nos encontraremos en puertos que ocultan palacios que nos están esperando, impulsados por un viento del este con el que volar se nos torna fácil.

Juan España vino para recordarme que la única llave que abre todas las puertas es la voluntad. Y que la vida nos está esperando. A 300 km de aquí, una joven parece haber escuchado la llamada y se monta en un avión para cruzar el Atlántico. Puede que lanzarse a ese vacío donde anidan todos nuestros temores sea la mejor forma de despegar. Yo he encontrado un lugar. Dicen que se llama castillo de San Marcos y que Alfonso X el Sabio fue el culpable de mi antojo. Puede que tarde un poco en pretender el cielo, pero ahora sé que no voy a morir sin intentarlo y que nunca es demasiado tarde para atreverse contra el viento y hacernos del mundo para que éste, sea siempre nuestro.

Laura María Vera Becerra

Laura María Vera Becerra

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Desertora del verbo fácil. Cuando la noche arriba me encuentro a mí misma menguando con la Luna. Escribir es un reflejo involuntario y, aunque anodinas, mis letras caben en el hueco de todas las cosas. Brindo por ser esa idiota que narra este cuento lleno de ruido y de furia que no significa nada. ¿O tal vez sí?

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