Ojo por ojo, todos acaban ciegos.

París, Francia. Septiembre de 1944

Hacía apenas un mes desde que los alemanes habían sido expulsados de la capital de Francia. Y, París, a pesar de la prolongada ocupación nazi, se resistía a perder su encanto y cariz romántico, a responder a todo lo que el corazón desea. El eminente Café Procope, en la rue de l’Ancienne-Comédie, que había recuperado a su chef recién llegado del exilio, seguía recibiendo visitas diarias. Visitas de parisinos deseosos de celebrar tamaña victoria y, al mismo tiempo, de paladear la libertad por tanto tiempo ansiada.

Allí, en el umbral del vestíbulo, una chica espera. Espera a tener permiso para seguir trabajando en la cocina un día más. Nadie quiere que esté, pero el chef no es capaz de prescindir de ella, al igual que, tampoco, puede contar con ella. Él se encuentra en una encrucijada, en la que su existencia podría acabar en cualquier momento y, sin embargo, no es capaz de justificar su eliminación. Todos saben, incluida la chica, que, si bien no fue responsable, permitió que pasara. ¿Hasta qué punto es la inacción tan grave como el acto? Los días pasan, y la chica se alegra cada vez que se le permite trabajar un día más. El chef sabe que de su valía, y sus habilidades son bienvenidas, aunque su bondad, fuera de allí, quede en duda. El jefe se justifica ante el espejo. No puede permitir que una mano tan buena sea desperdiciada, pero cada día que consiente que todo siga igual, es un día que pasa con el deseo de escupir a su reflejo. O deja bien claro que la chica está perdonada, aunque sirviera en el Café cuando los únicos que los frecuentaban eran los Nazis responsables de la muerte de su familia, o la entrega a las masas que piden la sangre de todos los que tuvieron algo que ver con aquel vil asesinato. Pero cada segundo en el limbo es un segundo que no tiene que decidir. Sabe que nunca podrá perdonar. Su corazón arde de ira con solo pensar en dejar que el agua siga su curso. Pero tampoco puede ahogar ese susurro que le dice que no tiene derecho.

Así que, de momento, espera con la esperanza incierta de que la leña que alimenta su furia se acabe, plenamente consciente de que ninguna presa puede contener un río eternamente. Al fin y al cabo ¿Quien le podría culpar? Nadie, realmente. Todos alzan sus voces al cielo por justicia, voces mucho más clamantes que la suya propia. Voces que tampoco le entienden. ¿Acaso creen que no quiere entregarla? Verla caer envuelta en llamas por toda la eternidad sería poco castigo. Pero, si lo consintiera, si se dejara llevar por tamaño instinto y la presión del mundo, él también estaría ardiendo por toda la eternidad, no como castigo, pero sí sufriendo. Así que, por el momento, espera.

No es fiel al colaboracionista terco que vendió su bienamada Francia a los Nazis que asesinaron a su hermano. De hecho, lo detesta. Sin embargo, tampoco es defensor de la Resistencia que, libres de un opresor y carentes de propósito, buscan cualquier excusa para mantener su posición. Cuando solo has conocido la violencia durante años, cuesta dejarla de lado. El chef, simplemente, intenta aceptar la nueva situación de paz, mientras todos los demás aún desean retribución. Sin embargo, nadie es capaz de llevarle la contraria a quien debería portar la antorcha, pero decide no encenderla.

“¿Que hace ella aquí?”, le dicen. Y siempre responde: “La necesitamos”. Y, aunque todos comprenden que su labor es necesaria, nadie comprende que lo necesario es su presencia. Es un recordatorio y un reflejo de todos, el origen de la verdadera ira de aquellos que no fueron afectados, pero exigen que se vaya. Tienen miedo. Porque, al posar su mirada en ella, saben, en lo más profundo, que cualquiera de ellos podría estar en su situación. El chef no solo consiente su presencia, si no que exige que se tolere. No solo a los demás, si no a sí mismo. Por ello, al oír las palabras a su espalda “Cómo puedes tenerla aquí”, procura ignorarlas.

“Sí, la necesitamos”, se dice a sí mismo. “Nos necesitamos todos” . La chica espera instrucciones y, con un gesto, el chef, le indica que puede bajar. No puede juzgar, pero tampoco puede perdonar, y, si bien su decisión de esperar no tiene a nadie contento, la chica baja con un atisbo de sonrisa en la cara. Las llamas de la ira claman venganza, pero, “ojo por ojo, todos acaban ciegos”. Así que, el chef, esperará, al menos, un día más. Nadie arde tanto como él, pero su humanidad le impide reclamar otra vida cuando tantas se han perdido. Y su egoísmo le impide ceder ante unos impulsos que le acabarían consumiendo. Es un grito silencioso de paz. De libertad.

Carlos García Collado

Carlos García Collado

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Un hombre es quien decide ser. Es posible que aún no lo haya decidido, pero no por ello he de dejar de buscar. Avanzando en la vida, y en la escritura, puede que consiga encontrarme a mí mismo.

3 thoughts on “Ojo por ojo, todos acaban ciegos.”

  1. Me encanta
    No tengo palabras, para definir, lo que he sentido al ir leyendo el relato
    Sensaciones encontradas, y a pesar de los años pasados, parece que fue ayer cuando fueron testigos nuestros abuelos de la barbarie de una locura llamada”segunda guerra mundial”, y las posteriores secuelas
    Me parece un relato, que bien podría ser un cortometraje, seguiré esperando lunes tras lunes, que cosas nos deparáis
    Gracias

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