Me he comprado un disco duro nuevo. Externo, gris, de 500 GB. Antes tenía otro, de color blanco. Una cajita blanca preciosa donde guardaba cualquier elemento en formato digital con valor para mí. Son aparatos más delicados de lo que parecen. No sé qué estúpido golpe fue el que se llevó para que desapareciera todo el contenido de su interior.
Se desvanecieron todos los archivos de ese disco duro: apuntes, escritos de mi infancia, documentos que en algún momento pensé que era importante conservar y las fotografías. No había rastro de las imágenes borrosas de la hoguera de la noche de San Juan a la que iba cada año, el viaje de fin de curso del instituto a Cangas de Onís, mi mejor amiga de la infancia, la foto con mi escritora favorita, vídeos de conciertos imposibles de escuchar… Perdí las imágenes de más de diez años de mi vida.
Curiosamente, las carpetas en las que ordenaba las fotos sí se conservaron. Parecen una lista macabra de que algo efectivamente pasó, aunque no pueda recuperarlo. Son solo cajas, vacías de pruebas, pero hablan. Mi memoria la organizaba por años (2015, 2016…); siempre he sido una chica ordenada. Dentro de ellos, creaba carpetas dedicadas a la Navidad, a cada viaje que he hecho y a cumpleaños. Había algunas carpetas destinadas exclusivamente a un amor. No tengo una explicación para esa artificial separación, como si fuera posible restringir todos los recuerdos que rodean algo tan excepcional como un enamoramiento y situarlos como un acontecimiento más de ese año… Probablemente fueran carpetas creadas durante las rupturas, con el fin de evitar un encontronazo inesperado que desencadenara la tristeza.
Escribía Borges: «Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos». Por su parte, los artículos científicos de psicología, que he leído desde el día en que todas las imágenes de mi vida decidieron desaparecer, dicen que desde hace mucho se conoce que lo que recordamos dista considerablemente de ser un fiel reflejo de lo acontecido.
Hay múltiples investigaciones en las que se constata la facilidad con la que somos capaces de introducir recuerdos ficticios en nuestra memoria, o de alterar los que ya tenemos, con la estimulación adecuada. Nuestra mente no solo nos esconde los recuerdos vinculados a experiencias traumáticas, como forma de supervivencia, sino que rellena espacios vacíos, altera la percepción de nuestro pasado con impunidad, muchas veces con el fin de que encaje con la explicación que tenemos para este. ¿Qué hacemos con esto, Borges? ¿Cómo recogemos los añicos y formamos el espejo si no podemos confiar en ellos? ¿La clínica realmente era tan fría o la forma en la que he significado lo que allí ocurrió me hace recordarla así? ¿De verdad gritó él primero ese día?
Me sentí huérfana de esos gigabytes perdidos, como si en sí mismos constituyeran mi propia historia. Para mí, eran pruebas de que esos acontecimientos verdaderamente ocurrieron y me ocurrieron. ¿Acaso mis recuerdos no existían sin ellos? ¿No podría reconstruir mi historia nunca más? ¿Es que mi vida comenzó abruptamente a partir de que los smartphones empezaran a crear copias en la nube por defecto?
No sabría decir si tengo buena memoria. Soy historiadora y en la carrera era una excelente ejecutora de exámenes, eso debería significar algo. Podría relatar ahora mismo el juicio al cadáver del papa Formoso, celebrado en el 897, con todo detalle (un evento que bien merece una breve búsqueda en Google, cuando terminen este texto). Mas, en algunas ocasiones, recuerdo acontecimientos de mi vida y me resulta difícil sentir que soy la protagonista de estos. Conozco los hechos, el espacio con frecuencia, la fecha en ocasiones, la compañía casi siempre. Pero ¿siento ese recuerdo o lo mantengo en mi memoria como el juicio del pobre Formoso?
Me aferro a las imágenes porque, cuando estas no existen y el recuerdo se debilita, se transforma en datos, en información almacenada. ¿Qué otra prueba podríamos tener acaso de que aquello fue real? La escritura, quizá.
He ido rescatando pequeñas partes del contenido de esa cajita blanca que un día albergó mi vida y que ahora es un cascaron: un viaje a Toulouse que mantenía en una tarjeta SD, todos los cuentos que escribí de pequeña (gracias, papá), un vídeo marcando un punto espectacular en un partido de voleibol… Pero las pérdidas siguen siendo inabarcables y -algo aún más terrorífico- inenarrables. ¿Quién podría asegurarme que recuerdo todas las memorias que habitaron esa cajita blanca? De nuevo, orfandad.
En ocasiones, intento ser pragmática y pienso en que de esta pérdida también está abocada al olvido. Lo realmente punzante es, precisamente, ese proceso, ese espacio gris en el que sabes que algo se hunde, sin ser capaz de rescatarlo.
Entretanto, tengo un nuevo disco duro.
Sigo almacenando recuerdos de la misma manera ordenada. Ahora existe un hueco para Granada, Budapest y Bilbao y mis nuevas lecturas sobre Psicología e Historia. No sé si en unos años me traicionará y nos encontraremos aquí de nuevo, no con uno, sino con dos cascarones vacíos con largas listas de carpetas con nombres de amores, años y ciudades.
También he empezado a escribir un diario. La tinta es más testaruda de lo que parece. Resiste a los apagones, al transcurso de los siglos y a la volatilidad de la memoria. La tinta transcribe la verdad, perdón, mi verdad.
Tal vez, esa tinta que pudiste haber menospreciado no hace mucho tiempo tenga hoy con tu diario mucho más valor que la memoria de esas “cajas” de recuerdos.
Hay veces en las que el progreso no es más que la involución de una supuesta evolución, la que, por error u omisión, puede alejarnos del paraíso de la verdad pretérita de nuestra existencia.
Bueno, la tecnología que nos condiciona la vida, oprimiendola a veces con su esclavitud, a veces también falla.
Pero los acontecimientos realmente importantes de tu vida, o que te marcaron más, esos nunca se irán del disco duro de tu memoria.
Un saludo y enhorabuena por el artículo.